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La noche del 4 de febrero de 2011, Miguel Ángel Tyson Domínguez sufrió su derrota más dolorosa. Luchaba en casa, bajo el abrigo de su gente, con ese impulso adicional que otorga el paisanaje. En juego estaba el título de Campeón de España de peso Welter, al que aspiraba a sus 36 años por segunda vez. Frente a él, tenía a José del Río, apodado El Niño, un mallorquín de 25 años que llegaba con un currículum de diez victorias y tan sólo una derrota. Uno de esos boxeadores zurdos que, aunque no van sobrados de técnica, obligan al adversario a modificar sus rutinas en el cuadrilátero.
De estatura media, cuerpo nervudo y mirada rapaz, el
boxeador vallisoletano se enfrentaba en este combate a un enemigo aún mayor,
una lesión en su mano izquierda que había mermado su rendimiento durante las
semanas previas a la pelea. “No pude hacer guantes y, en esas condiciones,
cualquiera que sepa algo de boxeo te va a decir que pelear es un suicidio”,
relata con vehemencia, lamentándose de que su entrenador entonces, Alfonso
Cavía, El Cubi, no aplazara el combate.
Los dos primeros asaltos fueron de tanteo. Dos boxeadores
escudriñando las debilidades del adversario, midiendo sus opciones y
configurando la táctica para el posterior ataque. Algún directo a los guantes
en medio de un frenético baile sobre el ring, pero sin que ninguno pudiera
pillar a su adversario en un renuncio. En el tercero, la cosa cambió y se
intensificó el intercambio. Cuentan las crónicas que el vallisoletano respondió
a los rápidos y algo caóticos puñetazos de su rival con golpes muy duros y bien
dirigidos. Mazazos justos y atinados, los propios de los púgiles con más
tablas. Pero su esfuerzo no tuvo premio y, finalizada la tercera ronda, El
Niño continuaba sin demostrar debilidad. Era entonces de prever que, de
llegar al décimo asalto, los jueces le otorgarían la victoria a los puntos como
premio a su mayor actividad sobre el ring, según destacaron los reporteros.
Sabedor de ese hecho, Tyson Domínguez pegó fuerte a
partir del cuarto, priorizando el ataque sobre la defensa. Obvió el constante
dolor de su mano izquierda y se lanzó a intentar tumbar a su rival. En una de
esas intentonas, en el séptimo round, Del Río le abrió la ceja. “Empecé
a sangrar, pero la sangre nunca llegó al párpado. Bajaba por la cara, pero no
me tapaba la visión”. Los jueces no lo consideraron así y pararon el combate,
ante las protestas de un público que no entendía la decisión y clamaba ante la
injusticia que pensaba que se había cometido con su predilecto.
Tirado como un perro
Ésta fue la última pelea del boxeador vallisoletano. Un
combate que le dejó estragado y que figura como el último en su trayectoria.
Para Tyson Domínguez, existieron varias irregularidades que martillean
aún su cabeza. Se queja de que los jueces y el árbitro mostraran una actitud
proclive a su rival que alcanzó lo vergonzante cuando detuvieron la pelea ante
el estupor de la hinchada. A esto se añade el que Miguel Ángel nunca recibiera
los resultados del control antidopaje; y que su entrenador no hiciera nada por
aplazar la disputa, a pesar de que su mano estaba lesionada. Esta última es una
herida que aún continúa abierta.
Por eso el púgil carga las tintas contra su preparador, pues
“miraba más por sus negocios que por las posibilidades de ganar” de su
deportista. Critica su costumbre de enfrentarle contra rivales mucho más
pesados que él, algo que minimiza las posibilidades de ganar de cualquiera.
Todo ello por sus propios “intereses”. También denuncia que le haya escatimado
medios económicos y que, llegado a un punto, le haya negado su apoyo. Ese
desaire aún le duele.
No es el único contra el que Tyson dispara, pues
también le irrita el ninguneo al que le han sometido los responsables de la
Federación de Boxeo de Castilla y León. “Resulta que organizan veladas en
Valladolid y traen a gente de fuera, pero no son capaces de llamarme a mí. De
apoyo a los locales, cero”, denuncia.
Su momento de gloria
Casi dos años y medio después de su último combate, Tyson
Domínguez recuerda con fervor su mayor momento de gloria sobre un cuadrilátero:
una derrota. En un mundo en que sólo las victorias son consideradas como
trofeos de caza, este boxeador conserva entre algodones una pelea perdida, una
batalla en la que capituló ante Javier Martínez, El león de Cantabria,
un robusto púgil que sólo perdió tres luchas en toda su carrera, uno de ellos
frente a un Javier Castillejo en estado de gracia.
El combate contra Tyson Domínguez se celebró la noche
del 5 de marzo de 1999 en la Cubierta de Leganés, ante las cámaras de “Vía
Digital” y bajo la mirada de caras conocidas del mundo del boxeo y de algún
famosete habitual en las fiestas de la jet set de aquella época. Era la
primera vez que el vallisoletano optaba al Campeonato de España de peso Welter
y a sus 24 años acudía con un balance de tres victorias y una derrota. Había
rival, había expectación y había audiencia. El duelo lo tenía todo para que su
carrera diera un salto de calidad. “Me da a mí que ellos (los organizadores)
pensaron que iba a ser un paquete, pero salí a comérmelo (a su rival) y yo creo
que se sorprendieron”, ironiza antes de recordar que toda su familia observaba
el combate desde su televisor en el Barrio de España.
La lucha fue propia de dos boxeadores en el cenit de su
carrera. Martínez pegaba, a la vez que demostraba su conocida capacidad para
absorber los golpes del contrario. Tyson se movía como nunca y atizaba a su
rival con seguridad. El vallisoletano estaba convencido de que, a los puntos,
iba por delante al término del noveno asalto, por lo que es obvio que la mejor
táctica para encarar el último era la conservadora. “Aguantar y agarrarme a
él”, dice. Pero su entrenador “tuvo un fallo clamoroso”, que fue el de
impulsarle a acabar a su rival, a dejarle fuera de combate. Craso error. El
león de Cantabria aprovechó esa imprudencia para asestarle un zarpazo
demoledor que noqueó al vallisoletano e hizo que se esfumaran sus aspiraciones.
“Mi familia no se lo podía creer. Al día siguiente, cuando llegué a casa, casi
me matan. Lo tuve, pegué como nunca, me moví como en mi vida, pero mi
entrenador se equivocó y lo perdí”, completa.
Las serias dudas sobre promotores y entrenadores
Después de ese combate, Tyson Domínguez confiesa que
estuvo deprimido una larga temporada. Las malas decisiones generan a veces una
insoportable resaca; y el eco del error estratégico que cometió su entrenador
en el combate de su vida retumbaba en su cabeza. Eso sí, nunca claudicó. Afirma
orgulloso que unos días después de la pelea volvió al gimnasio, como siempre.
Sería imposible contar las horas que este boxeador ha pasado
en la pequeña sala del Polideportivo de Canterac donde aún hoy se entrena seis
días a la semana. Prácticamente, toda esta estancia está empapelada con
carteles de importantes veladas celebradas en la ciudad. También cuelgan de sus
muros fotografías, tanto de leyendas locales como Nani Rodríguez, como de
campeones eternos como Cassius Clay. Alguna de ellas, colocada sobre una base
de cartón, sirve como cerramiento, lo que da una idea del precario estado de
unas instalaciones que recuerdan a las de esas películas de boxeo en la que los
chavales de los suburbios daban sus primeros pasos en sencillos locales mal
iluminados.
En esa sala Tyson Domínguez ha logrado sobreponerse a
las derrotas y a esa dura soledad a la que se enfrenta el boxeador una vez baja
del ring, herido tras la pelea. El boxeador ensalza su proverbial disciplina, a
la vez que carga contra entrenadores y promotores, auténticos “parásitos” que
en su mayoría tratan de convertir un sacrificado deporte en puro negocio. Si a
esto se le suma la falta de apoyo institucional, se puede explicar su poca o
nula cobertura mediática y la carencia de vocaciones de las que adolece hoy en
día una actividad que hace unas décadas estaba siempre en la primera plana.
“Pedro Carrasco o Pepe Legrá. Esos tenían toda la atención. ¿Por qué se ha
perdido eso?, se pregunta.
La única droga: el boxeo
Ante este panorama, ¿cómo encuentra entonces motivación el
boxeador? En su caso, la respuesta es clara: este deporte es su pasión. “El
boxeo es mi única droga. Ni fumo, ni bebo, ni tomo cosas raras. Lo único a lo
que estoy enganchado es a esto y así es desde hace muchos años”, sostiene con
fervor el púgil, quien recuerda que pegó sus primeros puñetazos a los ocho
años. A esa edad, su tío y padre adoptivo le inició en una actividad que
también era para él prácticamente una religión. “Me daba tralla, porque así es
como se aprende”. Gracias a eso, bajo el ingrato restallar del látigo de la
exigencia, comenzó a sentirse boxeador. Así ha seguido hasta hoy y así seguirá
hasta que la salud se lo permita.
La importancia que el boxeo tiene para este hombre va más
allá de sus logros y derrotas en el ring. Gracias a él, se apartó de la mala
vida que eligieron muchos de sus compañeros de juegos en la infancia. Aunque
generalizar suele conllevar errar, lamenta que un porcentaje considerable de
sus vecinos haya acabado en la cárcel por delinquir. “Nunca se sabe si hubiera
seguido el mismo camino, pero te puedo decir que el boxeo me apartó de todo
eso. Yo me centré en esto y hoy (repite la frase con orgullo) es mi única
droga. Ni bebo, ni fumo, ni he tomado ni tomo cosas raras”.
Casado y con tres hijos, Tyson Domínguez nunca se
ha opuesto a que sus vástagos se inicien en el boxeo. Todo lo contrario. Cuenta
que uno de ellos alguna vez ha pasado por el gimnasio, pero lamenta que sólo le
guste subirse al ring para hacer guantes. “Yo le digo: ¿quieres empezar con
esto en serio? Pues nos ponemos a ello. Pero él me dice que sólo quiere aquí
(señala el ring). Entonces le digo: tú no quieres ser boxeador. Esto no es sólo
venir a pegarse”. Disciplina, disciplina y disciplina. Y estar limpio. Ésa es
la fórmula que hay que emplear para llegar a ser algo en este mundo. Aunque ese
algo sea muy pequeño.
Un hombre tranquilo
Fuera del cuadrilátero, en la vida en sociedad, Tyson
es sólo Miguel Ángel Domínguez, un ciudadano que lleva el pan a su casa
trabajando de portero. Comenzó en la profesión hace 15 años en la discoteca La
Rosaleda y hoy ejerce en El Péndulo, un after que abre de madrugada y
cierra a media tarde; y en el que consigue mantener el status quo con
generosas dosis de paciencia y compostura. Reconoce que a veces resulta difícil
domar a algunos clientes, “que a esas horas llegan pasados de todo” pero, como
portero, Miguel Ángel Domínguez intenta imponer respeto sin “partirse la cara”
con nadie, algo que asegura que nunca es de recibo en este trabajo y que no le
granjearía ni beneficios ni satisfacción.
“Un mal día lo tiene cualquiera y tú puedes llegar y cagarte
en mi madre y te diré: bien macho, ¿has acabado? Pues para casa. Yo no valgo
para pegar a un chaval que me dice eso, como hacen otros porteros de por aquí”,
explica Domínguez, quien denuncia que muchos de los que guardan la seguridad en
la puerta de los locales nocturnos recurren a las drogas y, por ello, pierden
los estribos a la primera y lo pagan con quien no deberían.
“¿A que si viene un merchero no se ponen gallitos?”, estima
en un momento de la conversación, preparándose para contar una historia
relacionada con ellos que dio mucho que hablar.
Sucedió cuando trabajaba en la discoteca La Rosaleda. Todo
se inició con una discusión entre Miguel Ángel y dos mercheros en la puerta del
local. Tras amenazarse entre ambas partes con navajas, uno de los vándalos,
apodado El Pirri, secuestró al empresario hostelero Carlos A.G. y, a
punta de cuchillo, le obligó a hacer de taxista hasta su casa, en el barrio de
Las Flores. Allí, cogió una escopeta y una canana llena de cartuchos con la
intención de matar a Tyson Domínguez, según relató en el juicio el
propio secuestrado.
Ya de vuelta, en la Avenida de Salamanca, el apresado detuvo
el coche y le pidió a El Pirri que le dejara marchar. El delincuente
aceptó, pero cometió la imprudencia de bajar del coche antes de que lo hiciera
el hombre secuestrado. Aprovechando esta circunstancia, Carlos A.G aceleró con
la intención de escapar. Preso de su rabia, El Pirri reaccionó y le
disparó con la escopeta, hiriéndole considerablemente. Tras ello, huyó para
refugiarse de las previsible represalias que la justicia tomaría contra él. Por
un chivatazo, Tyson se enteró poco después de que estaba escondido en la
casa de unos familiares en el barrio de La Overuela y, queriendo reparar el
daño que le habían causado, allí se presentó. Ese día, la cosa no pasó a
mayores. Hoy, los pistoleros cumplen una pena de varios años por este suceso.
Éste es uno de los golpes que Tyson Domínguez
sostiene que se reciben fuera del cuadrilátero. Uno de esos derechazos que
conviene esquivar pues, de ir dirigidos al mentón, podrían tumbar a cualquiera.
Son las puyas de la vida, más pequeñas o más grandes, pero el pan de cada día
de todo aquel que vive en sociedad. Por eso, se toma su trabajo con
tranquilidad; y se esmera en que los fines de semana todo acabe sin sobresaltos
en el complejo local que custodia. Sabe que, si así sucede, el domingo por la
tarde volverá a disfrutar del calor del hogar y el lunes de su dosis diaria de
boxeo.
Si escribiera su autobiografía, este Hombre Fenómeno dedicaría
sin duda un espacio a su gran ídolo, el exboxeador mexicano Julio César Chávez.
También hablaría de su punto fuerte sobre el ring, sus piernas. Probablemente,
no olvidaría confesar su talón de Aquiles: un carácter impulsivo que le ha
llevado a aceptar pegarse sobre el cuadrilátero con tipos contra los que, por
peso, sabía que no tenía muchas opciones. ¿Cómo titularía la historia de su
vida? No se sabe. En el caso de este reportaje, él mismo lo ha decidido. El
título que formuló fue: “El silencio de un boxeador”.